Granada  Solidaria



 

Los cadáveres de los hermanos maristas han sido enterrados en una fosa común en Bukavú


Goma. Enrique Serbeto, enviado especial.

La comunidad de javieranos de Bukavú informó ayer, por medio de su emisora de radio, que los cadáveres de los dos maristas asesinados el jueves han sido enterrados en una fosa común ante la imposibilidad de conservar en ese clima los cuerpos sin sepultar. Otros dos de los ocho maristas españoles que aún hay en Zaire han llegado allí para intentar exhumar los cadáveres e identificar al tercero. Se teme que con toda probabilidad se trate del burgalés Fernando de la Fuente, al que en principio se dio por huido. En cambio hay esperanzas de que el hermano Julio Rodríguez haya podido escapar, ayudado por sus quince años de experiencia aquí.

El viernes mismo, poco antes de que se conociera este asesinato, se podía ver al hermano Esteban Ortega Ortés, también marista, dedicado a trasladar unos sacos de maíz a la parroquia de un cura francés para distribuir a los hambrientos del populoso barrio de Katoi. «Esto va a ser un genocidio» repetía sin saber que dos de sus hermanos habían pagado con la vida su amor por este pueblo. Junto al hermano Esteban, que sólo lleva tres meses en esta región del Zaire, está el hermano José Luis Martínez, dedicado como él a la enseñanza en un instituto de secundaria, que fue quemado por los tutsis, dicen que para borrar cualquier prueba de pertenencia étnica y poder justificar luego el drama que ya se está produciendo.

Cinco carmelitas teresianas españolas han estado refugiadas en su Casa del Carmelo, con otros cinco curas también españoles. La hermana Leonina Lara, burgalesa con más de veinticinco años en el Zaire, hubiese querido salir de aquí después de que su casa fuera saqueada por los mismos chavales que venían a las catequesis. Sin comida que dar ni medicinas con las que cuidar a los heridos y enfermos, se convencieron de que ya no podían hacer nada para evitar el sufrimiento de los zaireños y se dispusieron a abandonar el país. Pero el martes fueron rechazadas en la frontera. No las dejaron pasar de ninguna manera. Afortunadamente, a última hora de ayer lograron entrar en Ruanda. El Ministerio de Asuntos Exteriores español confirmó la salida de Goma de las cinco religiosas españolas y un padre de la orden carmelita. Según la Oficina de Información Diplomática, todavía pueden permanecer once religiosos españoles en la zona de Kivu Norte y otros 30 en la zona de Kivu Sur.

Junto a la negra catedral de Goma, levantada con la piedra de los volcanes que salpican esta región, están las tres hijas de la caridad Teresa Castañeda, Carmen López y Manuela Martínez, cuidando de media docena de niños perdidos durante la confusión de esta guerra. Puede parecer desproporcionado que estas tres mujeres dediquen su sacrificio a tan solo cinco criaturas, cuando a menos de siete kilómetros de aquí se calcula que puede haber un millón de personas agonizando por el hambre, la sed, el cólera, la disentería y la guerra. Pero no pueden hacer otra cosa. Nada más ni nada menos que entregar su vida, a veces en el sentido más literal de la palabra, por el amor a este país que tanto sufre.

Durante la mañana del sábado llegó un centenar de refugiados, todos hutus, recién venidos del campo de refugiados de Kahinda, tan agotados que no podían ni moverse para coger las cajas de galletas europeas que les entregaba la Cruz Roja. Ni un niño lloraba. El más pequeño trataba inútilmente de exprimir el pecho de su madre. Los hombres callaban.

«Hemos venido porque queremos volver a Ruanda. Hemos dejado el campo porque nos abandonaron y no teníamos nada que comer. Caminamos una semana por la selva, muchos han muerto, ¿cuántos? diez aquí, cinco allá...» Cansados de vivir tan cerca de la muerte, están dispuestos a cruzar la frontera hacia Ruanda, de donde salieron hace dos años. «Puede que los tutsis nos maten allí, pero sabemos que de todos modos habríamos muerto si nos quedamos», dice un hombre malherido. Al poco este grupo se convierte en el primero que logra cruzar la frontera de vuelta a Ruanda.

Del campo de Mugunga y su millón de refugiados nada se sabe. Solamente algunos zaireños han estado allí después del comienzo de la guerra, como una mujer de veintiocho años, que buscando a dos de sus cinco hijos en los primeros momentos del conflicto, se encontró sumida en la marabunta de los que huían de la ciudad y llegó hasta Sake, más allá de los campos de refugiados.

Aún aterrorizada, cuenta que cerca de los campos los terribles guerreros «mai-mai», los que combaten completamente desnudos con sus fusiles, «matan a todos los que tengan nariz grande (característica de los hutus) sean de la tribu que sean. Yo vi como mataban a una madre con sus cuatro hijos». Ella dice que atravesó el inmenso campo de Mugunga, donde la gente estaba agotada por falta de comida. «Les pedí agua, pero no me dieron porque hace días que ya no tenían». Por ser zaireña le autorizaron a atravesar las líneas del frente, guiada a través de un campo de minas.



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